Una religión al servicio de los ciudadanos y del Estado
En la Roma arcaica los dioses eran 'numina', manifestaciones divinas sin rostro ni forma, que no eran representables en estatuas ni pinturas. La idea de dioses antropomórficos llegó posteriormente, fruto de adoptar y pulir las deidades de los pueblos que conquistaban, especialmente de las civilizaciones griega y etrusca, pero también de la egipcia y siria.
El Imperio Romano se caracterizó por su tolerancia religiosa, admitiendo diversidad de cultos siempre y cuando se acatara la religión estatal, singularizada por su sentido utilitario al servicio de los individuos y del Estado. Era un credo politeísta y presentaba dos vertientes, por un lado los cultos públicos (Dii Consentes) y, por otro lado, los cultos domésticos (Dii Familiaris).
También tenían demonios o Dii Inferi, deidades del Inframundo como Orco y Proserpina, que representaban los poderes creadores ocultos de la Tierra, que dan salud y riqueza a los mortales.
Para honrar a los dioses públicos se alzaron templos en las colinas de Carthago Nova, tal es el caso del Templo Negro y el Sacellum de Atargatis en el cerro del Molinete o del Templo de Sculapio en el Monte de la Concepción. En altares ubicados frente a los templos, los sacerdotes realizaban sacrificios cruentos con animales como ofrendas a los dioses.
Jerarquía sacerdotal romana
Los sacerdotes romanos se agrupaban en corporaciones (collegia), formadas, en su mayoría, por miembros de la clase dirigente. La más importante de estas corporaciones era la de los Pontífices (collegium pontificum), presidida por el Pontifex Maximus. El cometido principal de este colectivo era velar por la preservación del culto tradicional y custodiar el derecho divino. A continuación se encontraba el Rex sacrorum, que presidía los sacrificios y los cultos que se celebraban en la Regia o Sede del Colegio de Pontífices.
Los Flamines eran sacerdotes de una divinidad particular y se dedican exclusivamente al culto del dios que les era asignado; mientras que las Vestales eran seis sacerdotisas que cuidaban de mantener encendido el fuego sagrado en el Templo de Vesta; elegidas en su niñez por los pontífices entre las hijas de la nobleza romana, hacían voto perpetuo de virginidad.
Tras los sacrificios, los Arupices examinaban el estado de las vísceras del animal; toda anomalía observada era interpretada como signo de mal agüero.
Por otro lado, se encontraban los Fetiales, presididos por el pater patratus, que vigilaban el cumplimiento de los preceptos del derecho de gentes y cumplían los ritos exigidos en las declaraciones de guerra y en los tratados de paz.
Otro colegio sacerdotal estaba integrado por los Decenviros, cuyo cometido era custodiar e interpretar los Libros Sibilinos, que contenían los secretos mediante los que el poderío romano podría extenderse y mantenerse.
Los Augures, por su parte, eran los sacerdotes encargados de averiguar la voluntad de los dioses gracias a la interpretación de tres clases de señales: fenómenos meteorológicos, el vuelo de las aves y la manera de comer de los pollos sagrados.